sábado

Era como un punto a la deriva. Repiqueteaba en mi puerta y me llamaba para que le dijera algo bonito porque él pensaba que ya era hora. A mí solo me salían cosas raras, que no acababan, que no empezaban, que no tenían medio. 
Yo me preguntaba si esa palabra existía. El corrector me la marcaba en rojo con líneas como dientes, que agujereaban mi ego. Subían y bajaban diminutas ellas, y a cada palabra a mí me costaba avanzar. 
Lo leía todo una y otra vez. Desconozco el motivo. Pero sé que cuando veía el cuadro blanco, me daba vértigo y tendía con obsesión prematura a decorarlo con esas frases que no te dicen nada ni siquiera entre líneas. No me preocupaba que sonara bien. No me preocupaba su extensión. No me preocupaba cuánto espacio tenía realmente ese cuadro, pues su blanco, y por tanto su silencio, era absurdamente extenso. 
Dos palabras tenían colmillos. Me imaginé como mi ego se desinflaba como un globo, del todo por fin, y le decía a mi autoestima que ella era  la siguiente.
De un balazo apunté a mi musa, me dije. En ese momento pensé muchas tonterías. Como por qué seguía teniendo colmillos aquel maldito vocablo.
 Retomé la filosofía de las palabras, y volví a pensar si las desconocía. 

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