miércoles

Dana no sabe lo que es un helado de estrellas

La pequeña Dana estaba en la cima de una montaña perdida. Si miraba hacia arriba, veía un cielo azul, despejado, sin nube alguna. Un inmenso océano celeste donde todo era igual. A esa altura, ni los pájaros volaban.
En cambio, si miraba hacía abajo, veía una gran ciudad sin nombre. Y su ojo, desde allí, podía ver las risas y la alegría de sus gentes.
Dana no hablaba, porque nunca podía hacerlo con nadie. Dana no sabía nada del mundo, porque estaba encerrada en esa cima, de aquella montaña tan alejada de todos. Por eso en su vocabulario no existia la palabra amor. Y su corazón estaba congelado, porque la hierba le daba un cariño falso, los árboles solo le decían mentiras y las paredes de su cueva le daban falsas esperanzas.
Por a estar allí arriba, Dana caía todas y cada una de las noches. Lloraba junto al agua que caía del deshielo y ya ni siquiera se sentía mejor al hacerlo. Dana estaba presa y eso le hacía sentirse mal.
Cada mañana se sentaba al borde de la cima y veía a las gentes. Una una vez que intentó imaginar sus risas, pero no lo conseguió. Dana pocas veces reía, porque no había nada que la hiciera feliz.
Miraba pasar a todo tipos de personas, pero a quien más le gusta mirar era a una pareja que siempre pasaba por la misma calle agarrada de la mano, riendo y hablando de cosas que pocas veces tenían sentido. Dana no sabía que era un helado de estrellas, pero entendía que nada normal. No había escuchado nunca eso a otras personas.
Y fue entonces, en medio de un beso, cuando se preguntó donde estaría su cuento de hadas. Porque a diferencia de los demás, que cruzaban esquinas y avanzabas por calles, ella estaba presa, y nunca podría salir a buscar. Dana, a sus 14 años de edad, se preguntó para que vivía.